Tenía pendiente la
última entrada de esta saga que me dio por llamar: Residencia. Hoy
es su momento. Es el momento del último capítulo, pues puedo
centrarme un poco en un asunto tan doloroso y triste como este: el
aparcamiento justificado y generalizado de personas más o menos
enfermas.
Ha llegado el último
turno, el de Alma. Creo que es el mejor nombre ficticio que puedo
darle a esta persona que tanto hacía pasar a las cuidadoras , y que
tanto pasaba en su dolor y en sus gritos. Alma, a parte de tener dos
amigas fieles que siempre la estaban buscando, era una abuela
sinceramente repelente. Era incapaz de escuchar pues , además de
estar sorda, solo opinaba y juzgaba a las demás, incluyendo a las
personas que prestaban servicio remunerado en la residencia. Le
hablaba mal a las asistentas, a la coordinadora, a la enfermera, y a
casi todas las personas próximas. Se había estado cuajando malas
relaciones desde que llegó. Algunas trabajadoras la consideraban,
con toda sinceridad, una autentica bruja.
La mejor imagen que
recuerdo de ella es sentada junto a sus amigas cerca de una caldera
de compost que caldea una amplia zona común acristalada, para que la
luz exterior entre con facilidad.
Ella y sus amigas se
sentaban alrededor de la fuente de calor y se iban pasando un
matamoscas para ahuyentar los insectos. Que la residencia esté entre
viñedos es lo que tiene, y cuando echan abono en el campo es fácil
imaginar más consecuencias olorosas y locales.
Intenté hablar con ella
en varias ocasiones y fue casi imposible. No había conversación
considerable si no solo una actitud de escucha y respuesta a sus
preguntas:
-¿Estas casado con la
abuela que vienes a ver todos los días?
-No. Es familia política.
Apreciarla la aprecio, pero no soy su marido. -acercándome a ella y
hablando despacio.
-A vale. -antes de cambiar de
tema ante la imposibilidad de seguir un diálogo.
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