Creo
que fue ayer mismo, o quizás hace unos días, cuando me crucé con
un sapo, un sapo con hogar. Esta
es la breve historia de mi relación con él.
Existe
un corralazo en la mancha que antes fue el garaje de un tractor, su
remolque y almacén de los distintos aperos; pero ya no. Eso terminó.
Ahora es un taller grande, una habitación con aseo exterior, un
huerto, un pequeño jardín, un garaje, y una zona para futuros
experimentos Carenados (ojalá).
El
que esto escribe estaba metiendo en el corralazo su cochecito
pobretón, una máquina de segunda mano que vale menos de dos mil
euros, cuando al abrir las puertas se encontró al señor don Sapo.
Dado que las puertas son anchas para que pasase bien el tractor con
sus arados, con el carro, o solo, no podía comprender como había
llegado ahí el dichoso sapo.
-Pero
Quillo. ¿Qué haces aquí. Aquí no hay mosquitos? -le dije.
El
sapo, de unos cuatro dedos de tamaño, estaba pegado a una de las
hojas de acceso al susodicho corral y garaje.
-¿Qué
hago contigo? No quiero atropellarte con el cochecito cuando pase -
expresé en voz alta otra vez.
Preocupado
por la integridad del ser vivo recordé que , probablemente, si lo
tapaba o cubría se quedaría quieto. Al menos eso recordaba de algún
momento de mi historia lamentable entre objetos y sujetos, y así
ocurrió. Busqué un palaustre antiguo , o viejo, cubrí al animal
con el equivalente a un tejado sobre él, y al taparlo se quedó
quieto. Ya estaba resuelto el posible atropello y mi primer miedo.
Metí el coche, hice mis maniobras y aparqué hasta que solo quedaba cerrar las
amplias puertas.
Quité
el palaustre y le di instrucciones al sapo:
-Vamos
Quillo. Entra en casa. ¡Venga!
Entonces,
el comenzó a moverse hacia el exterior del corralazo en lugar de
hacia el interior.
- ¡Noooo! ¡Cachis! Quillo. Tengo que cerrar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario